Demasiado tiempo llevo ya sin publicar nada en el blog. Desde que empecé a escribir la novela, mis escasas neuronas están todas ocupadas en ella y tienen pocas ganas de calentarse en otras cosas. Una pena, porque el blog me gusta mucho, pero con lo poco que publico últimamente, los pocos lectores que tenía habrán huido en estampida. No los culpo, ¡faltaría más! La novela ya la tengo prácticamente terminada, ahora la estoy revisando (es lo peor, lo más engorroso y los menos satisfactorio), ya estoy en la segunda revisión, no sé cuántas más haré. La verdad es que siempre que releo, cambio algo. En fin, supongo que algún día terminaré.
Como no escribo otra cosa, he pensado publicar aquí un texto de mi novela. No es ni mejor ni peor que otro, simplemente es lo que he revisado esta mañana. Pertenece al Capítulo 25, páginas 289, 290 y 291(aunque está sujeto a variaciones). Espero que les guste:
Como casi todos los días, Luisa, después de desayunar, sale a dar una vuelta para ver trabajar a los jornaleros. Muy de mañana, Melcior ya le ha informado de los trabajos que se realizarán durante el día y de los lugares en donde estarán los diferentes trabajadores. Es una mañana muy fría. Durante la noche el cielo ha estado despejado y la alta humedad de la atmósfera ha depositado una fina capa de rocío que se ha congelado por las bajas temperaturas pintando de blanco las hojas de las plantas. Luisa se abriga bien: se ha puesto unos leotardos negros, se ha echado sobre los hombros una gruesa toca de lana de la que penden unos finos flecos, regalo de la esposa de uno de sus trabajadores, y se ha cubierto la cabeza con un pañuelo para protegerse las orejas.
Esa mañana empieza el recorrido por el Cabezo. Como hay poco trabajo en el campo debido a la escasa cosecha de naranjas por culpa de la prolongada sequía que ha querido sumarse malignamente a las consecuencias de la guerra, los hombres se emplean en trabajos de mantenimiento y mejora de la finca. Este tipo de trabajos siempre se han realizado en tiempos de bonanza económica pues se han considerado más una inversión que un gasto, pero en tiempos de dificultad, de mantenimiento y de mejoras: los imprescindibles. Aun así, la Señora mantiene un compromiso, contraído con ella misma, para ayudar a su pueblo, a su gente. Y mientras haya una peseta en su caja de caudales, dará trabajo y pagará un jornal digno a cuantos jornaleros pueda.
El fino hielo de la escarcha cruje cuando pisa las yertas hojas de las hierbas sembradas en el camino. Durante todo el trayecto, a pesar de que es una cuesta, mantiene el paso firme y rápido provocando que su cuerpo entre pronto en calor. El sonido metálico de unos martillos que golpean las piedras suplen, a esas horas de la mañana, los cantos de los pájaros que aún permanecen ocultos, acobardados por el frío, en sus escondrijos dentro del follaje de los árboles. En la montaña, una cuadrilla formada por tres jornaleros, dos oficiales y un joven aprendiz, está levantando unos muros de piedra para hacer pequeños bancales en los que plantar oliveras. Cuando llega al tajo encuentra un pequeño fuego encendido que sirve para calentar, de vez en cuando, las ateridas manos de los picapedreros. Luisa da los buenos días y se acerca a las lánguidas llamas de la hoguera para calentarse las suyas. Los hombres, estimulados por la presencia de la Señora, avivan su actividad olvidándose por completo del frío. A Luisa le gusta contemplar este trabajo. El martillo, diestramente manejado por las callosas manos de los canteros, va dando forma a las antiguas piedras grises manchadas de líquenes y tiempo, piedras arrancadas previamente a la montaña que regresan a ella ajustadas perfectamente en un orden geométrico como las fichas de un puzle. Es un trabajo duro y agotador: durante todo el día el esforzado picapedrero permanece agachado levantando piedras, partiéndolas con la pesada maza de hierro y dándoles forma con el martillo hasta que encajen perfectamente con las que ya han sido colocadas en el muro. La construcción permanecerá, si Dios quiere, durante muchos siglos en pie, perdida y olvidada, dando testimonio del paso de unos seres anónimos que no tuvieron otra oportunidad para pasar a la historia.
A la hora del almuerzo los hombres dejan el trabajo y se sientan sobre unas piedras alrededor del fuego. Jeroni, el mayor, coge una piedra lisa y la acerca a la hoguera invitando a la Señora a sentarse. Paco, el aprendiz, con disimulo se va retirando del grupo porque tiene vergüenza de sentarse junto a la Señora. Con una navaja bien afilada, Jeroni corta una rebanada de su pan; con los dedos sucios de polvo arranca dos pellizcos de carne a una sardina salada, chafada previamente entre la puerta y el marco de su casa, los desmenuza sobre el pan y se lo da a la Señora que lo recibe con agradecimiento. Pep, el otro picapedrero, corta un pedazo de tocino salado y lo pone encima del pan de Luisa. Luego saca de su zurrón una bota de vino y se la pasa a la Señora para que beba primero, pero ella lo rechaza con un gesto de la mano y una sonrisa. Como el aprendiz tampoco se atreve a beber vino delante de la mujer, entre Jeroni y Pep se van pasando la bota casi sin descanso para el sufrido pellejo. Mientras comen en silencio, Luisa observa disimuladamente a sus jornaleros. Van vestidos igual los tres: pantalones negros, blusón negro y faja enrollada a la cintura; los dos mayores llevan boina y los tres espardenyes atadas con cintas a los tobillos y sin calcetines. Los encallecidos pies están amoratados por el frío y su piel cuarteada está cubierta por una fina capa de polvo rojo. En estos tres hombres Luisa ve concentrados cinco mil años de historia, y representados millones de seres humanos. Hombres honrados, trabajadores, leales, humildes… pero ignorantes, dóciles, sumisos…; hombres que han sido explotados, incluso esclavizados por una elite dominante que, gracias a la fuerza, el miedo y la superstición religiosa, los han privado de una libertad inherente al ser humano negándoles cualquier opción diferente al destino elegido para ellos por los poderosos.
Después del ágape, Luisa regresa hacia la alquería dando un rodeo para visitar a otros jornaleros. El sol va cogiendo poco a poco altura, pero sus débiles rayos invernales apenas calientan el aire. Cuando se acerca hacia su casa oye la voz de un hombre hablando en castellano. Al rebasar el último naranjo que flanquea el camino, ve a Lucrecia con Vicent cogido de la mano hablando con dos guardias civiles abrigados con sus capas y con sus fusiles colgados al hombro. De espaldas a ella, le parecen dos moscas gigantes. Lucrecia percibe la aparición de la Señora y con los ojos, disimuladamente, le hace señales para indicarle que se marche, pero ella está demasiado lejos y no lo advierte. Quien sí se da cuenta de los gestos extraños de la criada es el cabo, que se da la vuelta y la ve venir hacia ellos con mucha tranquilidad.
-Buenos días, caballeros –dice Luisa cuando llega. De reojo mira a la criada preguntándole qué hacen allí. Ésta, con el semblante serio, le contesta negando ligeramente con la cabeza.
-Buenos días, Señora –responde el cabo quitándose el tricornio e inclinando ligeramente la cabeza. El número que le acompaña lo imita.
-¿A qué se debe su visita, cabo Ciprino? Ya hacía mucho tiempo que no le veía por aquí.
El cabo carraspea antes de empezar a hablar y mira de reojo a su subordinado que tiene una mueca de desasosiego en la cara.
-Verá, Señora…