
Acabo de llegar de unos días de viaje por el Pirineo oscense, concretamente he estado visitando el Valle del Cinca y la comarca de Sobrarbe. Una zona totalmente recomendable para quien no la haya visitado, aunque por desgracia está demasiado masificada y prácticamente toda la actividad económica del lugar ya está dedicada al turismo, maldita palabra.
Una de las excursiones que hicimos fue al Valle de Ordesa. Llegamos a Torla, el último pueblo antes del valle, pagamos 18 €, por cojones, para coger un autobús, por cojones, porque con el coche tenían vetado el acceso, y nos trasladaron al parque. Mucha gente iba con mochilas para hacer su caminata correspondiente. Llegaríamos a eso de la una del medio día. Bajamos del autobús y empezamos a caminar. Yo iba extasiado contemplando el paisaje y haciendo fotos, cuando de repente, empezó a llover. Al principio eran unas gotas que nos obligaron a resguardarnos en los servicios, pero al cabo de unos minutos empezó a diluviar. Estuvimos listos, y en cinco minutos corriendo por debajo de los árboles alcanzamos el restaurante. Aprovechamos la única mesa libre que quedaba para sentarnos, comer y secarnos lo poco que nos habíamos mojado. Pero al cabo de un rato empezó a llegar toda la gente que había subido más temprano y que se habían ido caminando valle arriba. Mujeres, niños, bebés, ancianos. A nadie; la tormenta arreciaba con rayos y truenos y no respetaba a nadie. De la montaña empezaron a caer por los barrancos de desagüe magníficas cataratas que conducían el agua de lluvia hacia el río. Al salir al exterior hacía un frío que pelaba, y la gente iba calada hasta los huesos y con pantalones cortos y camisa de manga corta; más de una pulmonía se cogería ese día, seguro.
Mientras bajábamos con el autobús, mirando el paisaje y con mi hijo titiritando entre mis brazos, tenía sentimientos contradictorios. Por un lado pensaba en lo estúpidos que somos, pues yo sabía, porque lo había visto en la televisión, que había probabilidad de que por la tarde hiciera tormentas, como así fue, y como yo, lo sabría mucha gente. Pero da igual, por si no llueve no cogeré paraguas o impermeable, y me meteré hasta el fondo del valle, cuanto más lejos mejor. Pero por otro lado pensaba en que el verdadero fondo del viaje, su esencia, es eso, la imprevisibilidad. Sin ella el viaje se convierte en un ir y venir sin sustancia, deslavazado y exento de cualquier emoción.
Por eso recapacitaba lo que le expresé a un hombre en el restaurante, cuando le dije que acababa de hacer el viaje más caro de mi vida, pagar 18 € para recorrer cuatro o cinco kilómetros, porque estoy seguro de que gracias a la lluvia, recordaré esa excursión durante mucho más tiempo que si no hubiera pasado nada.