19/7/11

CAMPS ESTA TRISTE, Y YO...

Camps de romería hacia Fukushima

Antes que nada he de admitirlo: soy malo, malo, malo, soy muy malo. Porque el pobre Francisco Camps está pasando, probablemente, los peores días de su vida, y yo… me descojono. ¿Qué le voy a hacer si he «nasio pa descojonarme»?
Ya ven, la vida es así. Desde que se conoció el auto del juez Flores por el cual sentaba a Camps en el banquillo, el pobre está desaparecido de la vida pública valenciana, que tanto le echa de menos y que tanto le necesita para seguir siendo la comunidad autónoma en la cual se miren todas las demás por obra y gracia suya. Está tan desaparecido que, en Canal 9, su televisión privada en donde aparecía por lo menos en el 50% de las noticias inaugurando cosas y haciendo parlamentos y bailando y saltando y riendo y…, ahora, como no está, se pasan todo el rato contándonos lo llenas que están las playas y lo buena que está la paella valenciana que se comen los madrileños. Y yo… me descojono.
Si esto fuera el Japón le quedaría la salida honrosa de ir en peregrinación al reactor nº Uno de Fukishima y quedarse allí a veranear; o hacerse el harakiri para así lavar su vergüenza, y de paso, una vez enterrado, quitarle un muerto a Rajoy y al PP. Pero por desgracia, esta es la tierra de «Aquí no dimite ni Dios», y por lo tanto, se está planteando otras posibilidades, aunque sean vergonzosas. Total, hace tanto tiempo que la perdió, la vergüenza, que no se va a notar mucho.
Acabo de escuchar en el Telediario unas declaraciones de Soraya Sáez de Santamaría pidiendo dignidad política al PSOE para que adelante las elecciones. Sin salir de mi estupor, me gustaría pedirle a Soraya que de paso le pida lo mismo a Camps para que se vaya de una vez para siempre.

2/7/11

FINAL DE NOVELA

Este era el final de mi novela antes de la penúltima revisión. Ahora ha cambiado. Quien habla es el mismo libro que el lector tiene en sus manos.


«...Como oscuros nos quedamos nosotros cuando cierran las tapas de nuestra celda y nos olvidan en una fría estantería. Pero los libros somos pacientes. En la oscuridad, en nuestro recogimiento, soñamos nuestras páginas y nos relacionamos con nuestros vecinos, de ahí la importancia de colocar responsablemente a aquellos que van a permanecer juntos mucho tiempo: ¿se imagina qué puede pasar con un libro de Quevedo y otro de Góngora, tapa contra tapa, en la eternidad de una biblioteca? Mientras, esperamos que algún día el tacto anhelado de unos dedos, de una mano, acaricie nuestro lomo y de un pellizco nos desentierre del polvo y del olvido; que abra nuestras páginas para que de nuevo se haga la luz, resucitemos por un tiempo, y así podamos cumplir la misión para la que fuimos concebidos. No hay mayor placer para un libro que contemplar, abierto como una flor, el sol de unos ojos escrutadores mirándonos desde el cielo y moviéndose en vaivén a través de las letras, de las palabras, de las líneas que componen nuestras páginas. La mirada del lector nos da la vida, su respiración nos oxigena, su concentración mueve nuestro corazón; y su risa, sus lágrimas, sus bostezos, sus picores, sus temblores, su excitación, sus maldiciones, sus halagos, llenan nuestra alma. Nosotros no emitimos juicio alguno cuando, tras la última letra de la última palabra de la última página, nuestro querido lector nos apaga la luz; no medimos la intensidad ni la fuerza con la que nos cierran en ese momento; no criticamos la intención de las palabras emitidas entonces; no valoramos la expresión de la cara, ni siquiera cronometramos el tiempo que tarda en devolvernos al nicho de la estantería. La misión se ha cumplido. La felicidad es máxima. Y esos ojos que durante un tiempo nos han pertenecido, pasarán al repertorio de nuestros sueños y nos acompañarán durante el resto de nuestra vida.
En este momento estamos llegando a ese momento. En cada una de las 453 páginas que me engordan; en cada uno de los 30 capítulos que me dividen; en cada uno de los 4.252 párrafos que me estructuran; en cada una de las 15.226 líneas que me recorren; en cada una de las 188.479 palabras que me dan significado; y en cada uno de los 1.064.398 caracteres que me escriben, está fijado el brillo de sus ojos, el color de su iris, las palpitaciones de su pupila, la intensidad de su mirada. Ahora es mío, es mía. Cuando dentro de un instante cierre mis tapas, quizá para siempre, su recuerdo permanecerá en mí hasta que el fuego libere mi alma o hasta que las polillas y el tiempo desintegren mis páginas. Mientras tanto, una parte suya vivirá conmigo.
Ahora. Adiós.»