28/6/08

A TUMBA ABIERTA (II): LOS PRIMEROS VECINOS

Mis primeros vecinos fueron un trozo de cura y media mujer del carnicero. Unos días más tarde vino el carnicero, éste entero, aunque con sobrepeso i no sólo de grasa.
La historia del por qué de estas visitas es muy simple y repetida miles de veces en todas las partes del mundo. Resulta que el cura, aquél que santificó este camposanto el día de su inauguración y en el cual el único inquilino era yo, se beneficiaba a la mujer del carnicero. Y no me extraña, porque la doña estaba de toma pan y moja, y tanto que mojaron el pan, rebañaron hasta las cazuelas, pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Pues eso, un día que el carnicero había salido a comprar ganado para la matanza, el reverendo se acercó a la carnicería con la excusa de comprar unas chuletas, que la Cuaresma acababa de pasar y había gana de carne, pero no de carne muerta, sino de esa blanca por falta de sol, con vello en según que partes, y prieta y turgente en otras, o sea, cuatro arrobas de mujer como dios manda. Pasaron a la habitación de atrás, donde estaba el matadero, ella delante apartando las manos santas entre: “hay padre cómo es usted”, “hay padre por dios”, “estese quieto padre, por favor”; y: “hija mía ven que te dé la bendición”, “hija mía eres una santa”… Ya en el matadero de la carnicería, el cura cogió a la mujer y la sentó en la mesa de sacrificios, la empujó hacia atrás, le levantó las faldas, de un tirón le arrancó las bragas, se subió la sotana y la poseyó en el tálamo de los dioses. Justo cuando estaba en pleno orgasmo, el carnicero con el hacha de partir los espinazos de los cerdos, cual Abraham en el sacrificio de Isaac, le partió el cráneo al reverendo que cayó de bruces sobre la espantada mujer empapándola de sangre mártir. Ella se quedó quieta como una montaña, con el corazón batiendo por el de ella y el del difunto reverendo, espatarrada sobre la mesa de la muerte y con el cuerpo del clérigo asfixiándola: “¡quítamelo de encima por favor!”. El carnicero, fuerte como un roble, cogió el cuerpo inerte y tiró hacia él, pero arrastraba detrás a la mujer que gritaba de dolor. Por alguna extraña razón, al morir el cura en el momento del orgasmo clerical, su santo instrumento se había abotagado hasta el extremo de haberse encajado perfectamente en el caliente, húmedo y estrecho canal del placer, y aquello hacía una especie de ventosa que hacía imposible la separación de los dos amantes. Entonces el carnicero con el arma asesina, rebanó en redondo el santo falo que quedó dentro de la mujer ante la estupefacción, el horror y las náuseas de ésta: “¡sácame esto por favor!” gritó desesperada; “sácatelo tú que eres quien lo estaba utilizando”. Entre vómitos y lágrimas, haciendo de tripas, corazón, con los dedos consiguió extraer de su cálido interior un pingajo de piel y carne ensangrentada que arrojó a los pies de su marido que divertido contemplaba la escena. La mujer corrió arriba a ducharse para quitarse tanta ignominia de encima.
Cuando avergonzada bajó a la carnicería, vio que su marido estaba haciendo longanizas y morcillas en la máquina de embutir: “¿De dónde has sacado el magro para las morcillas?” El carnicero abrió la puerta de la despensa y espantada vio medio cura colgando de un gancho clavado en la garganta. Cuando se despertó estaba en la cama acostada junto a su marido, intentó levantarse sin despertar a su marido, pero éste la asió fuerte de la muñeca: “mañana quiero que vendas todo el embutido que he hecho hoy”. Y más que hubiera, por todo el pueblo se extendió la calidad del embutido que había hecho el carnicero, hasta los detectives que vinieron de la ciudad para investigar la misteriosa desaparición del párroco volaron hacia la carnicería para comprar algo. Como había poco, se agotó en seguida, pero al día siguiente hubo más, más tierno y con más sabor. Suerte que los detectives fueron diligentes y rápidos en el esclarecimiento de los crímenes, porque después del cura y su mujer, sólo dios sabe quién hubiera sido el siguiente.
Del cura se pudo recuperar la cabeza partida y unos cuantos huesos; las costillas las había vendido como chuletas, y hasta algunos codillos hizo para el cocido; de la mujer aún quedaba la mitad.
El entierro fue todo un éxito, jamás se ha vuelto a ver tanta gente en el cementerio. Unos días después vino el carnicero con unos cuantos gramos de plomo de más.

6 comentarios:

Nür dijo...

"La gallina de piel" tengo, oyes!

Açó no serà una història real del teu poble,veritat??

Salut,
Nür

Gambutrol dijo...

Nur, espero que no... Jajajaja, Por dios, por un momento el estómago se me ha revuelto, y eso que ando medio pachucho... l'últim que necessito es menjar "santes botifarres"

Luna Carmesi dijo...

:-O

:-O

:-O

Logicamente una entrada como esta la voy a comentar a la hora del cafe!!!

:-D

El Hombre de la Pústula dijo...

¡Bravo! Me encanta el toque Delicatessen, y también la escena con el miembro falo cercenado y disecado, reconvertido en incómodo consolador.

Tengo yo una receta de cocido en la que utilizo cuarto y mitad de carne de horca, cuando quiera se la paso y a cambio me da usté la de algún postre suculento.

miss. A. dijo...

Te añadí a mis blogs favoritos.!
te leeré mas seguido.!


te mando un costal de sonrisas :)

Joan dijo...

Nunca he sabido cual sería la pieza más jugosa de carne de un cuerpo humano. El costillar no ofrece grandes posibilidades, así como tampoco el chuletón. El lomo seguramente sea duro y el bistec normal, cartilaginoso. Del hígado, ni hablar, y los embutidos, sólo valdrían aquellos que no llevaran sangre (descarten la morcilla, pues).

Visto lo visto, creo que el cerebro sería lo más jugoso aunque, dependiendo de la procedencia, algunos serían ciertamente difíciles de digerir.

¡bon apetit!