15/4/07

AZUL

Cuando llegó al lugar del cual procedían los gritos se apoyó en una roca para recuperar el aliento, y es que la edad no perdona, a los ciento trece años, una ya no está para estos trotes. Miró alrededor buscando entre las demás rocas algo que se moviera; auscultó la zona y, nada, ningún ruido, Kalaa, el león, se había marchado, probablemente la había olido y sabía cómo se las gastaba la vieja. No hubiera sido su primer encuentro, ya la conocía de mucho, mucho tiempo atrás, eran dos viejos conocidos, incluso su abuelo ya le había hablado de ella. Era mejor abandonar el lugar, de todos modos la pieza tampoco valía mucho la pena. Sí, era carne tierna, pero su sabor era dulzón y demasiado suave para su gusto, pero habría sido tan fácil cobrarla. Y es que cada vez le era más difícil cazar, sus músculos se estaban atrofiando y su vista nublando, y los periodos de hambre cada vez eran más espaciosos. De todas formas era preferible huir.
Mekegale se acercó a la mujer, y a duras penas, aún jadeante, se arrodilló a su lado. Su rostro estaba desfigurado, la cabeza casi arrancada del tronco y es que el león la había arrastrado unos cien metros agarrada por el cuello. Estaba completamente desnuda y tenía el resto del cuerpo lleno de arañazos y magulladuras producidos por el ataque y el posterior arrastre. El león se debió precipitar sobre ella cuando se estaba lavando en la poza. Aunque viejo, aún estaba fuerte, pues la mujer era alta, corpulenta y además estaba en avanzado estado de gestación. Mekegale le acarició el cabello, estaba enredado y manchado con coágulos de sangre que se secaban muy deprisa a causa del sofocante calor, era suave y del color del trigo en verano. La miró a los ojos, jamás había visto unos ojos como aquellos, eran azules, intensos como el cielo del desierto, como el mar que ella no había visto nunca, agua hasta perderse de vista, le habían dicho, qué tontería, en el mundo no podía haber tanta agua, y además, al agua no era azul. Ella lo sabía, había visto llover una vez, estuvo un día entero lloviendo, cuando su madre, la curandera de la aldea, murió, y el agua no era azul, era marrón como la tierra que la vio nacer, marrón y amarilla, el mundo era marrón y amarillo, como el desierto en el que vivía, y había muy poca agua, y las personas eran de color negro, como sus ojos, entonces, ¿ por qué aquella criatura que se parecía tanto a cuando ella era joven tenía la piel blanca como la palma de sus manos y los ojos azules como el cielo? Demasiadas novedades para ciento trece años iguales. Agua azul hasta perderse de vista, qué tontería. Fundió la palma de su apergaminada mano con la suave frente de la mujer y cerró las ventanas que se abrían al mar azul.


Estaba cansada, había corrido mucho desde que oyera aquellos gritos desesperados, y ya no se podía hacer nada por aquella extraña mujer, por lo tanto decidió regresar a su cabaña. Con gran esfuerzo intentó incorporarse pero trastabilló y se apoyó en el vientre hinchado de la mujer para no caer. De repente lo vio. No podía dar crédito a sus ojos. Se pasó la seca lengua por los agrietados labios, se frotó los ojos y los clavó en el mismo lugar. Pasaron unos segundos que parecieron toda una vida, y entonces ocurrió de nuevo. Mekegale levantó los brazos y la vista hacia el cielo recitando una antigua, monótona y monocorde letanía. ¿Podía ser cierto? Se dejó caer de rodillas y apoyó su oído y su cara sobre la hinchada barriga de la fallecida. Cerró los ojos y se concentró como jamás lo había hecho. No esperó mucho, desde dentro del cuerpo de la mujer alguien empujaba para salir al exterior, lo notó clarísimamente en su mejilla. ¡Estaba viva!. La criatura que se estaba formando en el seno de la mujer estaba viva y quería vivir, estaba pidiendo ayuda. No había tiempo que perder. Abrió su roído y calvo zurrón de piel de cabra y extrajo el cuchillo ceremonial que le había dado su madre poco antes de morir. Con este cuchillo, le dijo, te traspaso toda la sabiduría, todo el arte y la ciencia que han recopilado nuestros antepasados desde los orígenes del mundo. El cuchillo era de sílex, pulimentado y en perfecto estado de uso aunque su edad era incalculable. No lo pensó dos veces, aplicó el cuchillo sobre el vientre de la mujer y lo cortó en dos. La verdad era que en estas lides tenía mucha experiencia, no en vano había ayudado a nacer a muchos niños, muchos, tantos que ya ni se acordaba, algunos ya habían muerto de viejos. El corte era limpio, apenas salió un poco de sangre. Mekegale introdujo sus huesudos dedos dentro de la herida y separó ambas partes hasta que vio en el interior al bebé flotando en el líquido de la vida, estaba encogido, como si tuviese mucho frío. Mekegale metió las manos dentro del cuerpo inerte y con toda la suavidad del mundo sacó al exterior al nuevo ser y lo depositó en su regazo. Después cogió el cuchillo y cortó el cordón que lo unía al pasado. A partir de entonces no había más que futuro, un futuro, sin duda, muy distinto al que le esperaba si Kalaa no se hubiese cruzado en su camino.
Mekegale le abrió las piernas para ver el sexo del neonato y vio que era una niña, su niña, esa hija que tanto había deseado y que no había podido tener, y ahora la tenía allí, en su regazo, y nada ni nadie se la arrebatarían, y ella le daría todo lo que una madre puede dar a una hija. Con dulzura la levantó por las piernas y le dio un suave azote en el culo, tras el cual la niña empezó a llorar. Y de repente, como si el llanto hubiese sido una llamada, llegaron desde el oriente nubes negras que cegaron el sol e hicieron un poco más soportable el intenso calor.
La niña era muy pequeña, tenía la piel tan blanca como los dientes del león y el escaso cabello era suave y amarillo como las dunas del desierto que les rodeaban. Parecía perfectamente sana y no se le observaba ningún defecto físico apreciable. Sus ojos estaban cerrados y su boca tras el llanto emitía suaves quejidos.
Mekegale estaba agradecida. Se levantó con la niña entre los brazos, se la acomodó entre las manos y la elevó hacia el cielo a modo de ofrenda a unos dioses que por fin habían escuchado sus plegarias, la letanía surgía de su garganta ahogada por la emoción. De pronto notó humedad en la frente, después en sus brazos. No, no era la niña. Estaba lloviendo, era verdad, estaba lloviendo sobre el desierto, el agua resbalaba sobre su rostro y los surcos de su piel la dirigían hacia el centro de su cuerpo como acequias que llevan el agua a las huertas para regar las cosechas. Bajó a la niña y la recogió en su regazo para que no se mojara. En ese momento, ésta abrió los ojos, y Mekegale se asomó a las dos diminutas ventanas que se acababan de abrir y vio al otro lado el mar, inmenso, eterno, azul, como el cielo del desierto.

1 comentario:

Patri dijo...

Este es el primero que leo, como ves te hice caso y he venido corriendo a leerlos.

Este me ha gustado muchíusimo también, tienes arte, ¿lo sabes?

Voy a leer los otros.

Besotessssssssssss