Tengo la casa llena de libros, no es que tenga muchos, pero como las estanterías son pequeñas, los tengo repartidos por toda la casa: en la cocina, en los pasillos, en la escalera, en las habitaciones y hasta en el baño. Me gusta de vez en cuando abrir un libro al azar y leer un párrafo o un diálogo que ya he leído para volver a recordar momentos pasados, porque con los libros me pasa igual que con los olores, de la misma manera que al cabo de mucho tiempo hueles algo que te retrotrae a algún momento determinado de tu vida, al releer un libro me recuerda qué pasaba en aquel momento que lo leí por primera vez.
Soy un lector tardío. Aunque leía algún libro de vez en cuando en la adolescencia, mis amigos no leían ni uno, no fue hasta cumplidos los veinte años cuando empecé de verdad a leer libros. Tengo que darle las gracias a mi amigo Don Fernando y también a El Maestro, pues ellos fueron los que hicieron crecer en mí el gusano de la lectura. Todo empezó una tarde de verano en la que llegué al bar y sólo estaban ellos dos tomándose una cerveza y hablando. Como no había nadie más me senté con ellos y me quedé alucinado de ver la pasión con la que hablaban de los libros que acababan de leer. Tomé nota mental de los títulos y fui y me los compré (recuerdo que uno era “La hoguera de las vanidades” de Tom Wolf). Los devoré, y enseguida busqué a Don Fernando y se lo comenté. Desde aquel día se convirtió en mi “asesor literario”. Empezó a dejarme libros y a recomendarme otros. Yo los leía todos con avidez, pero claro, si uno de los que me dejaba me gustaba mucho, me costaba devolvérselo porque estaba seguro que un día u otro lo releería, entonces decidí comprar siempre los libros y de paso hacerme una biblioteca. Por eso ahora cuando alguien me habla bien de un libro y me lo quiere prestar, le digo que no, que muchas gracias, pero ya me compraré yo el libro. Y todos esos libros que me dejó Don Fernando y que leí con tanta pasión me los he ido comprando poco a poco. Todos menos uno: “Los tambores de la lluvia” de Ismail Kadaré. Lo he buscado por tierra, mar y aire y no ha habido manera de encontrarlo, pero lo peor no es eso, lo peor es que el cabrón de Don Fernando tiene dos ejemplares y no me quiere vender uno, “ni por todo el oro del mundo” porque dice que se le puede estropear uno y así tiene el otro de reserva. La madre que lo parió. Pero lo tengo pensado, un día iré a su casa y se lo robaré, aunque me condene al infierno.
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